«Bukowski» o la fantasía de cruzarse con el «poeta maldito» en una librería de usados
Cuando salió del negocio, minutos antes minutos después de la siete, la chica hacía siempre dos cuadras y se metía en el pequeño negocio – metro y medio de ancho por tres de largo – donde vendían libros usados. Se trataron de cuatro escuálidas góndolas de libros en mal estado y unos estantes encima. La venta de libros será una pantalla de aquello que el tipo enclenque y de barba pelirroja vendía en la trastienda: pornografía y tal vez sustancias ilegales. Ella no había pasado nunca detrás, ni lo haría, pero vio metros hombres de aspecto muy serio, con trajes de lanilla de color azul o gris oscuro y anteojos negros. Gracias al aspecto de sus clientes, bien podría tratarse de que el librero se dedicará al tráfico de armas.
Allí había comprado unos libros baratos, de pulpa de papel: los cuentos de Brett Harte, los de Ambrose Bierce. Compraba casi cualquier libro, muy barato -era la condición – a la salida del trabajo, para levantarse el ánimo. Podía leerlo el sábado, cuando empezaba el descanso al final de la semana. Hasta podía intentar escribir, garrapatear alguna historia, el sábado por la tarde, para probarse, saber si era capaz de escribir una historia, atractiva, atrapante, como las que escribían los escritores.
Este retraso, mientras revolvía las góndolas en busca de algo que llamara la atención, el tipo comentó: – Estuvo Bukowski hace un rato. Hará menos de media hora.
-¿Quién? – ella preguntó. El tipo estaba fumando y no se habia quitado el cigarrillo de la boca.
-Bukowski, el escritor.
-¿Charles Bukowski?
-Creo que Charles lo es un seudónimo; debe tener un número legal. Bukowski es un apellido judio.
Hacía unos años que se habían puesto de moda los libros de Anagrama; todos los lectores que querían estar a la moda leían los libros que editaba Herralde, la mayoría -todos- de autores extranjeros, europeos y norteamericanos, y convertidos a castellano qu’hablaba sólo en España.
Charles Bukowski era uno de ellos; era un buen escritor, con un gran ritmo de la prosa, muy guarro.
En general escribía sobre mujeres y cómo acostare con ellas y qué tan buenas estaban. Se autotitulaba sucesor de Henry Miller, aunque vaya uno a saber qué había pensado Henry Miller de semejante tipo que había puesto tanto esmero en crear una obra como en crear el mito de sí mismo: que era borracho, que escribía en los bares y cuando la bebida se le subía a la cabeza, se agarraba a las piñas con los demás borrachos del bar. More or less for los años que se hizo famoso en Latinoamérica, Bukowski había regenerado: contaba unos sesenta años y se había casado con una señora naturista, Linda algo, que llevaba un negocio de comida naturista y lo alimentaba con eso.
-If you go now para el Bar de Pepito debe estar ahí; Porque yo creo que salió y cruzó y se metió directo en el Bar de Pepito.
La chica miró para todos los lados, en círculo, y se quedó estática esperando la risotada del librero. Era obvio que le estaba jugando una broma. No era, tampoco, que a su ciudad nunca fuera una «personalidad». Había estado Raymond Carver alguna vez, unos cinco años atrás; Había visitado la escuela de idioma inglés y le había compuesto un poema al río Paraná. Los demás visitantes, escritores ilustres, eran todos porteños. Venían de Buenos Aires que quedaban a menos de cuatro 2 horas de viaje, y ponían el pie conquistador como quien se está adentrando en territorios salvajes, addon un malón de indios puede salirle al encuentro y rebanarle el cuero cabelludo.
-¿No me crees lo que te digo? -prgeuntó el librero como si le leyera la mente.
-No.
-Hacé la prueba; cruzá al Bar de Pepito y fijáte si no hay un tipo alto, con barba, sentado ahí, tomando algo. Seguro que está chupando, pero Pepito tiene por norma no servir alcohol hasta después de las siete de la tarde.
-Son la siete y cuarto.
-Entonces Bukowski debe estar chupando.
Lentamente, ella se dio vuelta y salió del local. Creía to feel the risa del libro revolotoeando encima suyo como un pájaro carroñero pero de pequeñas medidas. In Pepito, ella y su madre le pedía el café con leche con medialunas o un tostado -un carlitos, le llamaban en su ciudad- para almorzar en el negocio. Cuando Pepito llegaba, iba directo al despacho, pasando por el salón de ventas y el mostrador, y dejaba ahí la bandeja. Le pagaban el total de la cuenta a fin de mes y nunca le daban propina: en aquella época la propina era a elección, no una especie de obligación que el cliente tenía que dejar para así compensar la miseria de sueldo que el dueño pagaba a un camarógrafo
Cuando entró a Pepito, lo primero que vio fue al turco Manzur, el que vendía bikinis en el negocio de enfrente. Hacía cincuenta años que vendía bikinis y mallas enterizas y siempre le preguntaba a ella – que la conocía desde que era un bebé – que models se le ocurrían, que él podía diseñar y vender, y hacer bonnete pendante la temporada de verano.
-¡Cecilia! -llamó y alzó la mano.
Ella lo saludó apenas moviendo la cabeza y buscó en torno a las mesas, hasta que lo encontró. Un tip que parecía anciano, muy pálido, demacrado, con una barba rubia que se había mojado con el té que estaba terminando de tomar. Podía decir que era y no era Charles Bukuwski; well podía ser un operario del puerto, capaz había encallado algún buque ruso, y con los líos que había entre las potencias, los barcos rusos tardaban en conseguir el permiso para volver a zarpar. Cecilia se acerco, humildemente, al hombre.
-¿Usted es Charles Bukowski, el escritor?
El viejo volvió el rostro hacia ella; parecía que hubiera sido tallado en papel maché. Tenía la nariz aguileña pero rota en la mitad del tabique, porque a lo mejor el mito de las grescas en los bares era real y no un mito, y se la habían roto de un puñetazo. Los labios finos, secos, se abrieron en una sonrisa tan estrecha – sonrisa de santo en una estampita – que desarrollaron un montón. El tipo mostró unos dientes negros y raíces cariadas, y ella dio medio paso para atrás para comprobar que estaba vestido con un chaleco de búlgaros, muy fino y elegante, pero llevaba una camisa blanca con una mancha de vómito. Hubiera querido ver los zapatos, las zapatillas que el viejo calzaba -su abuelo, quien había fundado el negocio de calzado al que se dedicaba toda la familia, sabía decir que está mirando a los pies de una persona como uno se entera qué clase de persona es – pero tenía los pies cruzados debajo de la silla. Pasó sólo un instante pero que a ella se le hizo un siglo, y se convenció de que el tipo estaba descalzo, y al fin, cuando desde arriba vio la cruz de plata que colgaba en su cuello, y lo mugriento que estaba el cuello de la camisa y las orejas del tipo, llegó a la conclusión que ese era el mendigo de la Iglesia San José, cuatro cuadras más arriba. Ella no iba a la iglesia, pero lo había visto pedir en la puerta los días domingo. Si era necesario, después del último servicio, el cura párroco les ordenaba que vinieran con el sacristán, si se quedaban en el 3er piso, pidiendo. Lo de ducharse no lo hacían en la Iglesia San José, habría otras iglesias o los mandarían al Ejército de Salvación, donde sí les daban ducha y dormitorio. Claro que después, al día siguiente y tras el desayuno, les ordenaban hacer algún trabajo para agradecer la dádiva recibida.
La mayoría de los mendigos odiaban el Ejército de Salvación, y si uno lo pensaba seriamente: ¿cómo una iglesia que ayuda al prójimo puede llamarse «ejército»?
Cecilia volvió de sus pensamientos y sacó del bolsillo trasero del jean, la plata que destinaba a libro. La iba a dar al mendigo, para que se tomara una ginebra o lo que él quisiera: ella no era dueña de juzgar qué hacía cada uno con la plata. El mendigo aceptó el dinero y sus ojos brillaron de codicia.
-¿Como te llamas? -pregunto.
-¿Eso?
-Tu nombre -y con más claridad repitió la pregunta en inglés -cuál es tu nombre?
-Cecilia -balbuceó ella.
-Soy Heinrich Bukowski, pero la gente me llama Charles.
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