Vestida con camisa blanca y jeans, sin más arma que un teléfono celular, Mónica Almanza se paró frente al autobús que conducía el minga nativos y detuvieron su marcha. Intentaron dejarla a un lado y ella no la soltó. «Ejecútenme si quieren», les dijo. La atacaron y la arrastraron al suelo.
Esto sucedió en Cali, la tercera ciudad más grande de Colombia, cuando miembros de las comunidades indígenas del Cauca, una provincia del sur del país, querían apoderarse de una zona residencial y comercial. Habían pasado once días desde el paro nacional; marchas pacíficas, pero también vandalismo y bloqueo de vías de acceso a una ciudad de tres millones de habitantes. ¿Porque?
Una primera hipótesis es social. Las cifras oficiales indican que la pandemia ha empobrecido a la provincia del Valle, cuya capital es Cali. La pobreza monetaria cayó del 24% al 34%. Pero Cali todavía está en el top 4 de 20; el promedio nacional es 42,5% y Bogotá es 40%. Y el desempleo en Cali en marzo fue del 18,7%, levemente por encima de la tasa nacional pero por debajo de Bogotá, que fue del 20,1%. Sin desconocer que Cali es una ciudad con mucha pobreza y desigualdad, decir que las protestas allí fueron más complejas por sus problemas sociales no parece ser contundente.
Una segunda hipótesis es la provocación de la policía. Organismos internacionales y medios de comunicación han centrado su mirada en Cali sobre un posible exceso de autoridad; No hicieron falta varios países para condenar al gobierno. Sin reconocer la existencia de posibles casos de abuso, cuestión de investigación, el agradecimiento de la gente de Cali a la policía antidisturbios es enorme. Las imágenes de ella siendo aplaudida como una heroína mientras camina por la ciudad son reveladoras. Por lo tanto, la tesis de que la aplicación de la ley exacerbó el ánimo de los manifestantes no es convincente. Además, Cali sigue exigiendo presencia policial y militar y el restablecimiento del orden.
En el video, el ataque a Mónica Almanza, mientras se encontraba frente al autobús que manejaba el indígena Minga.
Una tercera explicación es su ubicación. A una hora al sur de Cali se encuentra Cauca, cuya capital es Popayán. El norte de la provincia alberga algunos de los principales laboratorios de cocaína, y a dos horas en auto se encuentra Buenaventura, el principal puerto del país en el Pacífico, eje de la costa, y cuyos anchos ríos son el punto de entrada de armas y precursores químicos y liberación de cocaína. En Cauca hay una colonia de narcotraficantes, disidentes de las FARC, ELN y comunidades indígenas, incluida la que marchó a Cali. Las autoridades destacan que los hechos en Cali no fueron solo la presencia de grupos armados ilegales, dinero y armas del narcotráfico.
Una cuarta explicación es la falta de previsión. Cali fue una de las ciudades más afectadas por vandalismo y bloqueos durante la huelga de 2019, por lo que era de esperar que sucediera algo similar. Pero no se han tomado las medidas adecuadas para evitar el bloqueo de las rutas de acceso, para proteger las estaciones y los autobuses de transporte público, los edificios públicos y el comercio. Se cuestiona la inteligencia del Estado o, en su defecto, no haber actuado si hubiera información. Y cuando el alcalde, en su calidad de jefe de policía, permitió que la brigada antidisturbios saliera a las calles, la ciudad estaba en llamas. La falta de liderazgo y coherencia es notoria.
En otras palabras, la razón por la que el paro nacional fue más intenso en Cali no parece radicar en su situación social o en una provocación policial, como algunos señalan. El dinero y las armas del narcotráfico y la guerra de guerrillas, así como la falta de previsión de las autoridades, explicarían mejor lo sucedido. Pero todavía es insuficiente; se debe tomar una mirada mucho más amplia.
La reforma tributaria del gobierno de Iván Duque terminó siendo un pretexto para avivar las marchas, porque una vez retirado el Congreso no se levantó la huelga. Por el contrario, se ha ampliado en el tiempo y se ha añadido la parada de los transportistas. Lo anterior nos lleva a pensar que hay un objetivo diferente: debilitar al gobierno ya la derecha de cara a las elecciones de 2022. La estrategia es una parálisis prolongada y sistémica, en la que el gobierno rinde cuentas.
Esto no significa que no haya ninguna molestia o una razón para irse. El año pasado ha sido difícil. Colombia inició 2020 con proyecciones de crecimiento de 3.4%, por encima del promedio mundial. Es un país optimista que, en las últimas décadas, ha logrado reducir la pobreza y desarrollar la clase media, reducir la delincuencia, triplicar el turismo extranjero, unirse a la OCDE y firmar un acuerdo de paz con las FARC, no exento de polémica.
Pero al igual que otros países, la recesión económica causada por la pandemia ha arrojado a la pobreza a 3,5 millones de personas. El gobierno ha implementado varios programas para apoyar a los más vulnerables y prevenir despidos masivos en las empresas. Iniciativas que, paradójicamente, aspiran a seguir financiándose con la reforma fiscal que ha abrumado a la corona y que, según serios centros de investigación económica, ha sido la más progresista en décadas.
La protesta social es un derecho fundamental. La pregunta es si esto debe suceder con violencia y violar los derechos del resto de la población, como es el caso de Cali; Derechos humanos que, a juicio de la mayoría de los caleños, no importan en el exterior. Se arrojan alimentos, suministros médicos y combustible cuando los oficiales de carretera lo permiten. Se está sacando a la gente de sus hogares. Si algo así sucediera en Vancouver, Las Vegas, Amsterdam, Ginebra o Barcelona, con una población similar, el aspecto seguramente sería diferente.
Cali ha vivido momentos difíciles y los ha superado gracias a la resiliencia de sus ciudadanos. No es en vano una ciudad próspera y emprendedora, sede de importantes multinacionales, líder nacional en diversos sectores, con universidades y hospitales regionales de primer nivel y un fuerte liderazgo social y sindical. Pero sigue sitiada, a la espera del restablecimiento del orden y sus derechos, un diálogo con grandeza y una mirada objetiva desde el exterior.
Francisco José Lloreda Mera Es el exeditor en jefe del diario El País de Cali, exministro de Estado y doctor en política en la Universidad de Oxford.