El hambre que cimentó la civilización | EL PAÍS Semanal: Gastronomía

El hambre que cimentó la civilización |  EL PAÍS Semanal: Gastronomía

La necesidad de llevarse algo a la boca es parte de un instinto de supervivencia que gravitó virtualmente a cualquier evento relevante en nuestra biografía como especie. En una lucha continua entre la escasez y la sobrealimentación, la sobriedad de la generalidad y el exceso de la minoría, se incubaron las primeras civilizaciones. Al amparo de la domesticación de plantas y animales se posibilitó la formación de asentamientos estables, lo que supuso un aumento del tiempo disponible para que algunos miembros de la comunidad se dediquen a tareas distintas a la producción de objetos, razonando sobre cómo dar sentido a la vida o levantar templos para agradecer lo que se aprecia, como, por ejemplo, comer algo.

Durante este período de alrededor de 15 siglos en el que se consolidó la agricultura y la ganadería, se desarrolló la alfarería, originalmente para producir contenedores que pudieran almacenar excedentes de cultivos y luego para obtener piezas que permitirían una expansión de las técnicas de preparación de alimentos con procesos más sofisticados. Es el comienzo de la cocina, de este espacio común comestible que es la tradición culinaria. Sin embargo, obtener comida todavía requería mucha fe. La mitología griega cuenta cómo las ninfas le enseñaron al dios Aristeo a cuajar la leche, adiestrar abejas y extraer miel, así como a domesticar olivos silvestres para obtener aceitunas. Lo conocen Abelio, el dios de los manzanos para los antiguos galos; Cintéotl, dios del maíz para los mexicas; Ashnan, la diosa de los granos para los sumerios; Dewi Shri, el del arroz según la mitología indonesia; Ahia Njoku, dios del ñame según las creencias igbo nigerianas, o Ek Chuah, el del cacao en la cultura maya.  Juegos de dormitorios en Colombia

Ha pasado el tiempo y hoy, cuanto más se desbordan los platos, más se vacían los templos, mientras algunos rezan para que les llegue la ropa el próximo verano. El doctor en Historia de la Universidad de Oxford Felipe Fernández-Armesto, en su libro Comida, gastronomía y civilización, describe las ocho grandes revoluciones que trazan la transformación de la alimentación humana. Entre ellos, destaca el momento en que la comida se convirtió en una marca de diferenciación social. Este punto es relevante porque tras las expediciones que apuntan a satisfacer la demanda de canela, clavo, nuez moscada, jengibre, azafrán y otras especias que Europa consumía en sus cocinas más distinguidas, se produce la exploración de los caminos marítimos en el siglo XV que dio con el descubrimiento de América primero y el regreso al mundo de Elcano después. Luego viene el sexto y séptimo renacimiento dietético profundo: con el comercio a larga distancia y el intercambio de artículos con las Américas. La última revolución provisional se produce, según Fernández-Armesto, con una industrialización de los alimentos que se inició en el siglo XIX y continúa en la actualidad. En materia alimentaria se han declarado guerras, cimentado civilizaciones, pueblos esclavizados, especuladores perseguidos, han nacido revoluciones.

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Baste recordar que las protestas que desembocaron en lo que se convertiría en la Primavera Árabe fueron provocadas por factores estructurales que estallaron con la subida del precio de la barra de pan. Como señala el escritor chino Lin Yutang en La importancia de vivir, «cuando la gente tiene hambre, los imperios han caído y los regímenes más poderosos y los reinos del terror se han derrumbado». Considerando todo esto, descuidar el carácter cultural de la comida, sus antecedentes históricos, es ir más allá de todas las costumbres, identidades y saber hacer que contiene. Es olvidar el futuro, porque el verbo olvidar se conjuga en un presente en el que aún no han nacido quienes comerán mañana.