Chile y Perú tienen una tasa de inflación anual del 8%; Argentina, en un 118%. Chile y Perú tienen una deuda externa inferior al 40% del PBI; Argentina está perdida en un 80%. La economía de Chile y Perú anda bien; la de argentina, desanda.

Pero Chile y Perú son políticamente inestables. Sufrieron estallidos sociales y procesos frustrados de reforma constitucional (Chile) o están enquistados en conflictos destructivos que llevaron a la caída de presidentes e incluso a la violencia (Perú). Los gobernantes son impopulares apenas se suponen, y se suponen con poco apoyo: Gabriel Boric ganó 25% en la primera vuelta; Pedro Castillo, 19%.

En Argentina, en cambio, los partidos son estables y los presidentes electos suelen contar con un respaldo considerable. Este año, los principales candidatos presidenciales sus ministros del actual gobierno o del anterior. Las que mejor puntúan en las encuestas son todas caras conocidas (y la cara nueva se hunde entre logros muy magros en el parlamento, un desempeño insignificante en las provincias y unos cuántos escándalos).

Si en dictaduras, como Venezuela, el problema es la concentración del poder, en democracias como Perú, el problema es su fragmentación. Gobernantes sin la mayoría, y cada vez más aficionados que llegan al poder sin experiencia. El resultado es, ¡qué sorpresa!, insatisfactorio. En Chile, mientras tanto, la salida, si la hay, pasa por reconstruir la institucionalidad y no por liquidarla. ¿Cómo pueden esos países romper la política teniendo la macroeconomía ordenada?

La respuesta parece paradójica: intentando mejorarla. Pero la paradoja tiene explicación: si el diagnóstico es ambiguo, la probabilidad de agravar los problemas es mayor que la de resolverlos.

Perú comenzó su espiral de erosión política en los noventa, y desde entonces se han sucedido reformas que buscaban restaurar la representación: facilidades para registrar partidos nuevos, candidatureuras independientes que les quitan a los partidos el monopolio de la representación, revocatorias de mandato para remover autoridades impopular, entre otros.

El resultado ha sido catastrófico: fragmentación y volatilidad. Los problemas de representatividad se agudizaron, poblando el congreso de microrredes mafiosas y ascendiendodo la gobernabilidad. Hoy hay violencia en las calles y la democracia pende de un hilo.

En el caso chileno, sería injusto sostener que nadie lo vio venir. Michelle Bachelet promovió reformas sensatas colgantes sus gobiernos, incluyendo un cambio constitucional. Pero con muchos errores y poco apoyo, no se restauró la legitimidad de la representación.

Con Sebastián Piñera, el malestar se convirtió en estallido: las élites políticas de otros parajes podrían tomar nota de los costos de la inacción. Hoy Boric transitó aguas tormentosas, buceando entre alianzas mientras ve naufragar un proyecto detrás del otro – debido una vez al esclerosamiento de los partidos y la vez siguiente a su debilitamiento.

En Argentina, el problema no está en las instituciones. Al contrario, estas dan estabilidad al sistema y evitan rupturas catastróficas. El federalismo, la elección escalonada de los legisladores, la sobrerrepresentación del interior, las listas partidarias y las primarias obligatorias estabilizan y organizan la competencia. Impiden así los dos grandes excesos que aportan a la democracia: la concentración del poder y su dilución. Ningún nuevo partido guiado por el mesianismo puede hacerse con todo el poder, como ocurrió en El Salvador.

Y ningún congreso estará lleno de forasteros en busca exclusiva de su propio beneficio como en Perú. El drama de la Argentina no es el autoritarismo ni la anarquía, sino la inflación y la pobreza. En síntesis, lo que no funciona es la economía, y entonces es la economía lo que hay que reformar.

Es cierto, la dirección política no ha encontrado soluciones; pero la culpa no es de las instituciones, y sería peligroso arriesgarse a romper lo que funciona sin arreglar lo que no. Como sugirió Carlos Pagni, los más interesados ​​en debilitar a los partidos son los narcos, que prosperan en contextos inorgánicos.

Miremos un ejemplo, la libre postulación, quita a los partidos el monopolio de la presentación de candidaturas. Se ve como una reforma democratizadora, porque permitiría la llegada de personas “no corrompidas” por la política.

Su popularidad es tal que en países como Panamá entre 2014 y 2019 las firmas de apoyo a estos candidatos aumentaron más de un 700%. Para las presidencias de 2018 en México, 48 personas manifestaron su intención de postularse.

Lo lograron tres y los tres vinieron de partidos tradicionales: Margarita Zavala del PAN, el senador Armando Ríos Piter del PRD y Rodríguez Calderón, conocido como el bronco, que estuvo 33 años en el PRI. Lejos de aumentar opciones y ampliar el acceso (algo que sí consiguen las leyes de cuotas y las reformas orientadas a la paridad), el resultado fue debilitar partidos y abrir las puertas a los ricos y las mafias. Y si alguien llega con buenas intenciones, con pocas dudas enfrentará enormes problemas de gobernabilidad.

En América Latina, algunas de las reformas políticas de las últimas décadas causaron más problemas de los que resolvieron. Aprendamos: arreglemos lo que no funciona sin romper el resto.

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