Estado colombiano |  Opinión
Los jóvenes protestan contra el gobierno el lunes en Bogotá.LUISA GONZALEZ / Reuters

Hay que empezar con modestia, aceptando que cualquier intento de explicación es especulativo. Ningún académico, analista y periodista vaticinó esta epidemia, la magnitud y la fuerza de lo ocurrido en Colombia en las últimas semanas. Cualquier explicación es un intento de racionalización retrospectiva que carece (lo admito) de poder predictivo.

El desempleo comenzó como un fenómeno predominantemente juvenil, concentrado en las grandes ciudades. Sobre todo, atrajo a las clases medias vulnerables, más a los pobres que a los pobres estructurales. El desempleo juvenil (casi el 25%), el cierre de la educación presencial y el encierro de muchos jóvenes han empujado a los jóvenes a las calles con más fuerza que en 2019. Muchos se sienten excluidos, sin oportunidades, sin esperanzas. El control de la pandemia les impone una carga excesiva, lo que agrava los problemas de exclusión y marginación.

Soy maestra de escuela, he visto crecer la desesperación, la impaciencia y la indignación. Toques de queda injustificados. Cierres de colegios y universidades. Excesivo poder entregado a la policía para controlar la pandemia. Pasividad ante las necesidades de los jóvenes. En conjunto, todo alimentó una especie de ira reprimida. En Bogotá, en septiembre, se produjo un primer brote, reprimido violentamente por la policía. Varios jóvenes murieron. No pasó nada.

Por supuesto, hay otras razones, muchas más, entre ellas: la falta de liderazgo del gobierno, su incapacidad para generar consensos políticos, impulsar una agenda reformista, canalizar el deseo de cambio que habían despertado los acuerdos de paz con la guerrilla. “El futuro es de todos”, dice el lema del gobierno. Desafortunadamente, la agenda del gobierno se ha centrado en el pasado, en cambiar acuerdos, promover divisiones, alimentar una polarización sin sentido.

Más allá de las posibles causas profundas del descontento, la reacción violenta de las autoridades y las violaciones de los derechos humanos alimentaron la indignación y crearon una nueva causa, un nuevo motivo de protesta, un nuevo objetivo colectivo. Al mismo tiempo, como siempre, muchos grupos se sumaron a las movilizaciones. Hay una dinámica de refuerzo mutuo, cuanta más gente protesta, más gente quiere unirse: transportistas, cocaleros, sindicatos, nativos, trabajadores de la salud, etc.

Además, las protestas tienen un contexto regional diferente. En Bogotá, la capital del país, se reunieron en su mayoría jóvenes que encontraron en las calles un punto de encuentro y un lugar providencial para gritar sus frustraciones y descontentos. En Cali, por el contrario, las protestas han desencadenado fenómenos más complejos y violentos: civiles armados que disparan contra los que bloquean las calles, grupos de jóvenes que, con intimidación y violencia, controlan el acceso a los barrios populares, y probablemente grupos del crimen organizado. que quieren sacar provecho del caos.

Las manifestaciones fueron un fenómeno espontáneo, descentralizado, sin jerarquías. Los teléfonos móviles resuelven un problema clave de coordinación. Algunos han querido ver esto como un diseño inteligente, una gran conspiración internacional. Pero no hay evidencia al respecto. Sin embargo, la descentralización crea un problema de representación. Nadie puede derogar la representación de los jóvenes en la calle. Los diferentes grupos tienen diferentes demandas. El gobierno quiere negociar, pero no sabe con quién.

Hay un grupo de sindicalistas y políticos (el llamado “comité de huelga”) que reclaman poder legítimo de representación para sí mismos. Pero es difícil de creer. Su agenda parece anti-juvenil. Atacan la alternancia educativa y representan a los trabajadores formales, una generación que defiende privilegios que, paradójicamente, van en contra de las demandas de los jóvenes. Quizás sea más productivo abrir de lleno el debate, realizar mesas regionales y escuchar a los jóvenes, al menos para comprender su angustia y sus frustraciones.

La mayor parte de la sociedad colombiana no quiere más asesinatos, más violencia y más discursos de odio. Este sentimiento, el rechazo mayoritario a nuestro pasado violento, es en este triste momento nuestra única esperanza. Este debería ser el primer punto de cualquier diálogo. La vida es lo que queremos. No mas que eso.