Estado de alarma institucional | Opinión

Estado de alarma institucional |  Opinión
El presidente del Tribunal Constitucional, Juan José González Rivas, en la clausura del encuentro internacional de juristas en Madrid el pasado 6 de julio.Alejandro Martínez Vélez / Europa Press

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El Tribunal Constitucional declaró esta semana la nulidad de algunas de las medidas previstas por el decreto de estado de alerta promulgado por el gobierno en marzo de 2020, en medio del estallido de la pandemia. La decisión, de la que solo se ha publicado el dispositivo, representa un serio revés para el Ejecutivo, que impulsó el decreto, pero también afecta a la Legislatura, que lo validó. El control de constitucionalidad es un elemento esencial del sistema democrático y la decisión debe ser respetada y respetada plenamente. Esto no impide que reflexionemos sobre ella y las circunstancias que la rodean, que presentan claramente aspectos problemáticos.

Los méritos de la pregunta, desde el principio, son muy controvertidos. El aspecto nuclear es si las medidas de contención previstas por el decreto han tenido como resultado una limitación de derechos fundamentales, admisible en estado de alerta, o una suspensión, posible sólo en los de excepción y asedio. Otro elemento fundamental es la interpretación de la ley orgánica que, por mandato constitucional, regula la materia. Establece, resumiendo, que el presupuesto habilitante para el estado de emergencia es un desafío al orden público, mientras que para los desafíos de salud se prevé expresamente el estado de alerta. Sobre estas cuestiones, la Corte Constitucional opta por considerar que se ha producido una suspensión e interpretar que la gravedad de la pandemia fue un atentado al orden público, noción generalmente ligada a crisis políticas. Por tanto, concluye que debería haberse invocado el estado de emergencia. A estos argumentos se oponen enérgicamente eminentes juristas, que no creen que haya habido una suspensión o que haya habido una amenaza al orden público y que, con varias reflexiones razonables, rechazan esta interpretación.

La lucha argumentativa es inherente a la jurisprudencia, pero en este caso se ve agravada por varios factores. Entre ellos, que un caso tan importante se resolvió por mayoría mínima (seis a cinco); por un tribunal que no está en pleno funcionamiento (debido a la salida de un juez que no ha sido reemplazado); con cuatro escaños cuyo mandato ha expirado, y con sentencia pronunciada 16 meses después de la promulgación del decreto. Ninguna de estas circunstancias reduce la legitimidad de la decisión; todos afectan su brillo.

Si el foco se amplía a partir de ahí, todo el episodio en torno a la condena aparece como una cristalización de los males de la democracia española: el bochornoso bloqueo de la renovación de los órganos constitucionales que mantiene el PP para preservar sus posiciones; reacciones nerviosas que no contribuyen a un clima sereno de separación de poderes de un gobierno enojado; un conflicto en torno al marco legal para luchar contra la pandemia sin duda sin precedentes en Europa Occidental, en un clima político insoportable.

El escenario futuro que abre la sentencia también es problemático. Si se requiere mayor contención, se requerirá un estado de excepción. A diferencia de la alarma, esta requiere aprobación parlamentaria previa, contempla medidas draconianas de restricción de derechos, y solo se activa por 30 días más otros 30. Es útil imaginar cuál sería la negociación, en circunstancias dramáticas, para activar ese marco. en un Congreso como el de España. ¿Lo respaldarían los partidos de derecha que celebran el golpe judicial pero consideran que el gobierno tiene instinto para violar los derechos? ¿Qué habría hecho España el 15 de mayo de 2020, cuando había expirado la única prórroga posible? Este es el escenario al que conduce el Tribunal Constitucional. La Corte no es responsable del triste estado de la política, que está en la raíz de la falta de seguridad jurídica en la fase actual de la lucha contra la pandemia. Tiene que tomar una decisión muy cuestionable. Sin embargo, el Gobierno debe ceñirse a una escrupulosa moderación, evitar gestos que puedan interpretarse como presiones o ataques. La espiral de deterioro institucional debe detenerse, no alimentarse.