Guerra entre Israel y Gaza: La venganza no es una estrategia | Internacional

Hay una tragedia política israelí que supera moralmente la devastadora acumulación de tragedias humanas que significa una guerra. Y esta es que quien debe ejercer el derecho y cumplir con la obligación de defender a su país de quienes lo han atacado, es precisamente quien ha sembrado obstinadamente las semillas para que estos ataques ocurrieran y a la vez el responsable de que su ejército y sus servicios secretos no estuvieran advertidos ni preparados para evitarlos. Es una ironía insoportable, dentro y fuera de Israel, que sea precisamente Benjamín Netanyahu quien reciba las condolencias y la solidaridad incondicional de Joe Biden, el mandatario que ha cerrado más rápida y estrechamente filas con Israel ante un peligro que se cierne quien sabe si sobre la propia existencia del Estado sionista.

Netanyahu es el mayor responsable de la destrucción del proceso de paz de Oslo y de la muerte ya declarada por muchos del proyecto de los dos Estados, uno israelí y otro palestino, mutuamente reconocidos y viviendo en paz y en seguridad. Ha estado a un paso, que Irán se ha encargado de obstaculizar, de culminar su proyecto de convertir la causa palestina en un asunto local irrelevante con el reconocimiento diplomático de Arabia Saudí, el país de los dos principales lugares santos del islam, y con ello del mundo árabe y musulmán casi enteros.

No vio lo que se le venía encima el 7 de octubre porque le falló la inteligencia militar, pero también la visión estratégica. Y, para colmo de desgracias, solo ha sabido enfrentarlo con la estrategia visceral de la venganza que aplica un castigo colectivo a los palestinos, atiende solo a los objetivos militares con desprecio de la población civil, exige carta blanca a los aliados, no admite crítica ni escrutinio alguno y, lo que más temen los palestinos, dibuja un mapa como el que ya mostró ante Naciones Unidas, que es el del Gran Israel, alentado con descaro por sus aliados de coalición, los colonos supremacistas y los fundamentalistas ultraortodoxos, ambos dispuestos a encender otro frente, unos con sus okupaciones en Cisjordania y los otros con sus profanaciones en la mezquita de Al Aqsa.

Este mapa anexionista, que subvierte toda legalidad internacional, es una estrategia de guerra. Y de una guerra abrasadora y sin fin. Solo políticos sonámbulos, como los mandatarios que alentaron la Primera Guerra Europea, tal como los caracterizó el historiador Christopher Clark (Los sonámbulos. Cómo Europa fue a la guerra en 1914), pueden atizar esta escalada que partió de la matanza de Hamás, pero tiene sus viejas y profundas raíces en 75 años de ocupación ilegal de los territorios palestinos. Nadie les despertará con el griterío de la izquierda convencional ni lo hará la mano vacilante de una justicia internacional que jamás alcanza la región. Al contrario, estimularán al Israel atacado para cerrar filas alrededor de su indiscutible derecho a existir, poderosamente afirmado por la persistente y siniestra sombra del Holocausto.

Joe Biden y Antony Blinken lo están intentando todo en un movimiento de alcance tan largo como arriesgado. Es conocido el método: al amigo se le apoya en público y solo se le presiona en privado, aun a costa de la enorme indignación del otro bando. Para que se incorpore a la desescalada, cese el asedio, entre la ayuda humanitaria, ofrezca garantías de que no habrá una nueva ocupación de Gaza ni nadie estará obligado a otro exilio de su tierra palestina. Y luego, porque se abrirá de nuevo el diálogo con los palestinos para hacer la paz y darles un Estado propio y entero. Por supuesto, Hamás no debe seguir gobernando en Gaza, mandando sus misiles y comandos a asesinar judíos y desempeñando un papel político relevante en la región. Eso es lo que hay que terminar por las armas. De eso versa el derecho y la obligación de defenderse, no de una venganza que deviene castigo colectivo y alimenta la espiral de una guerra infinita y cada vez más peligrosa.

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