Muere Francis Lafargue, el personaje en la sombra tras Indurain y Delgado | Ciclismo | Deportes

Francis Lafargue abraza a Indurain, a la izquierda, y Delgado el pasado mayo.

La memoria del ciclismo, que son sus tripas, la sustancia con la que está fabricado y que le da sentido, no son los libros sino la palabra hablada, la vida de los que cuentan las historias. Ellos, sus recuerdos vividos, tejen el pasado y nos dan de mamar a todos, nos alimentan generosos, como Francis Lafargue hacía por las mañanas en las salidas del Tour, o al atardecer tomando un vino. Esto era al final, los últimos años, cuando solo la pasión le acercaba a la carrera, y la amistad, y, generoso, estaba en el ciclismo para ayudar a los equipos españoles pequeños, al Euskadi Murias de Jon Odriozola, al Kern de Juanjo Oroz, a moverse con los organizadores franceses, a encontrar hueco en la carreras, y el Tour, tan gigantesco, le acogía y le obligaba, porque sin él, sin la vida de los que lo han construido, la gran carrera no valdría nada.

Antes de eso, hasta hace una docena de años, hasta que a la gente de los nuevos tiempos comenzó a darle alergia la memoria, la palabra, Francis fue uno de los protagonistas de la gran aventura española en el Tour.

A mediados de 1983 un joven lanzado, casi un chaval, abordó a José Miguel Echávarri, que paseaba por la plaza del Castillo, en su Pamplona. “Me he enterado de que el Tour os ha invitado a participar”, le dijo al director del Reynolds en perfecto castellano con un fuerte acento francés. “Contad conmigo para lo que haga falta. Os echaré una mano en lo que sea”. Era Francis, vasco de Biarritz, un funcionario de la seguridad social francesa loco por el ciclismo. Tan loco casi como Echávarri, que, encantado le hizo parte del equipo como chico para todo, como ayudante de masajistas, de mecánico, como negociador con los policías, con los directores de los hoteles, con los organizadores de las carreras, como jefe de prensa, como relaciones públicas, como sombra de los ciclistas, como paraguas y como escudo protector. Como monsieur non, impossible mon ami, y como monsieur oui, bien sûr, por supuesto.

Por entonces Perico Delgado era una promesa que acababa de terminar la mili y Miguel Indurain, un juvenil de 18 años, y José Miguel Echávarri y su Reynolds, unos valientes que, guiados por la pasión y el deseo, el sueño, se lanzaban a correr el Tour contra el consejo de todos los viejos del ciclismo español, que solo veían en la grande boucle una carrera destrozahombres. En un plis plas, en cuanto Ángel Arroyo, su gran boca abierta devorando nubes de mosquitos, conquistó el Puy de Dôme, los Reynolds, tanta pasión, tanta osadía, mostraron a todos que el Tour no era un destrozahombres, sino, en todo caso, un constructor de leyendas, y Francis, su embajador, capaz de convertir en las ruedas de prensa los monosílabos en español de Indurain en largas parrafadas en francés para disfrute de los periodistas, tanto material para sus crónicas y rápido olvido de la irritación y el respeto que siempre les provocaba cuando más que como comunicador actuaba como gendarme de Perico Delgado o del navarro en sus Tours. Guardaespaldas de sus figuras sagradas. El personaje a la sombra de sus éxitos.

Si un ciclista español que hubiera corrido en un equipo francés necesitaba ayuda para cobrar la pensión por sus años trabajadoes en Francia, Francis le arreglaba los papeles. Si un juvenil quería buscar equipo en España, Francis le ayudaba. Si el Tour llegaba a Bayona o a Espelette o a Cambo les Bains, tan cerca de su casita en Larresore donde vivía con Nanda, su mujer, a tiro de piedra de Ainhoa, del Paso de Roldán y de la aduana de Dantxarinea, sus prebostes, Leblanc, Pescheux, Prudhomme, pedían a Francis que coordinara a las personas y las acciones para que la organización fuera perfecta, el que elegía las carreteras, las metas, las salidas. Viajar por Iparralde con Francis, por sus pueblos, y su coquetería, el bisoñé que encanecía según encanecía el poco pelo propio, víctima de la alopecia desde muy joven, que le quedaba, era la aventura de saber cuándo se partía pero nunca saber dónde ni cuándo se acabaría, ni cuántas historias se viviría de los viejos del ciclismo, de Labadie, importador de Zeus al otro lado de los Pirineos, gerente del Super Ser, dueño de recuerdos de Luis Ocaña y de Jesús Aranzabal, muerto hace nada también, que lloraba, la cabeza ida, a los 90 y deseaba haber muerto antes; de Cescutti, el protector de Ocaña; de Manuel Manzano, republicano siempre, de los mecánicos que tenían un amigo que trabajaba en el Airbus en Toulouse y les pasaba tornillos de titanio de extranjis para aligerar la Marotías de Ocaña…

De repente, a los 68 años cumplidos hace poco, en su cama de Larresore, sin hacer ruido ni avisar a nadie, discretamente, como hacía todo, Francis se ha muerto al amanecer del jueves. Su voz se hizo libro algunas veces con recopilaciones y biografías de ciclistas del rincón, y hace nada, en julio, regalaba a los amigos su última obra, una belleza, l’histoire du Cyclisme en Pays Basque Nord, pero con él se va la vida, se va la palabra que la hace latir.

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